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Puertos argentinos, de la corrupción a la competitividad

 

Todavía recuerdo la respuesta, cuando en 2015 le pregunté a un funcionario del gobierno saliente qué base había tomado para conformar el presupuesto 2016: "Mucho no importa, el presupuesto es un dibujo", me dijo.

Cuando analizamos la política portuaria del kirchnerismo, descubrimos que no había tal cosa; no existía ni política portuaria, ni planificación estratégica, ni procesos, ni mucho menos reglas claras. La mala noticia: esto ocurrió durante 12 años, entre 2003 y 2015; 12 años de desidia, abandono, oscuridad y de construcciones mafiosas que se formalizan e institucionalizan por el paso del tiempo y con complicidad de sectores privados, gremios y del Estado mismo, denuncias que esta gestión de gobierno radicó oportunamente en la Justicia y lo sigue haciendo en cada caso que mes a mes desciframos, ya que muchas veces el ardid utilizado es inescrupuloso y mafioso. Aún recuerdo el caso Fundación Hospital Argerich o "Funda Trucha" como le decíamos internamente para identificarla una vez descubierta. ¿Cuento corto? Era una "fundación" falsa que utilizaba el nombre del Hospital Argerich para explotar comercialmente un estacionamiento en Dársena Norte, Puerto Buenos Aires, con capacidad para más de 250 vehículos, que recaudaba más de $10.000.000 que iban directamente a los bolsillos de un exfuncionario kirchnerista.

O como cuando uno intenta explicar el caso "Caballo Suárez" en cualquier país del mundo. Realmente es muy difícil hacerlo: un señor que manejaba un gremio y que, en lugar de defender a los trabajadores, lo que hacía de manera extorsiva era adueñarse de las empresas privadas, caso contrario sus barcos no podían navegar, impidiendo de esta manera el comercio exterior, vulnerando un interés público y enriqueciéndose mientras desde la tribuna la señora presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, lo alentaba y calificaba como su gremialista preferido. Hoy, muchas cosas se explican.

Los puertos de la Nación sufrieron esta suerte (mala suerte) durante 12 años ininterrumpidos de construcciones mafiosas que nos llevaron a perder competitividad frente a la región y el mundo, con sobrecostos absurdos y resoluciones que no solo perjudicaron la confianza global, sino que perjudicaron a todo el sector portuario, y sobre todo a los 44 millones de argentinos.

¿Por qué a todos los argentinos? Porque en materia comercial no hay nada más global que un puerto, si miramos a nuestro alrededor, nuestra ropa, alguna parte de la bicicleta, autopartes, alimentos que ingerimos, electrodomésticos o herramientas que utilizamos para trabajar, todo pasó o va a pasar por un puerto, todo producto que consumimos o usamos tiene algún componente portuario.

¿Qué ocurría antes de 2015? Para evitar el conflicto social, atender favores, alquilar voluntades y generar "cajas" para funcionarios, campañas, sectores privados y gremios, el kirchnerismo "solicitaba" a las terminales portuarias, entre otras cosas, la incorporación de personal que no era necesario. Personal que realizaba actividades que en los principales puertos de la región ya no tienen funciones fue capacitado para otras. No me refiero a los Estados Unidos ni a Europa, me refiero a Perú, Chile, Uruguay, Brasil, Paraguay. Este personal en la jerga técnica se denomina "mano portuaria": la cantidad de personas necesaria para poder operar un buque, ya sea de importación como de exportación. En cualquiera de los países mencionados, estas funciones las cubren entre 6 y 8 trabajadores. En nuestro país, en nuestros puertos, se empleaban entre 20 y 25 personas. Esto es como mover una silla común de pino de un lugar a otro utilizando seis personas, cuando solo una podría hacerlo.

¿Cómo hacían que el negocio fuera rentable con tanta gente si cada vez las terminales portuarias tenían más gastos? Esta es la primera pregunta que surge cuando hablamos de estas prácticas corruptas. Muy sencillo: aumentando tarifas, con extracostos insólitos como el Seguro TAP, que no era obligatorio por ley, pero funcionaba de manera extorsiva: nadie entraba ni salía de los puertos sin certificado TAP, cuyo costo era de US$85 por contenedor. Si se multiplica por 1,5 millones de contenedores por año, la cifra final es muy cuantiosa. A su vez, este "servicio" era regenteado entre otras personas por un secretario gremial que cuando no está cortando calles ejerce como barra brava y en la actualidad está suspendido para ingresar a espectáculos futbolísticos por el programa Tribuna Segura, del Ministerio de Seguridad. Otra práctica irregular era el lavado y barrido de contenedores: un grupo de personas, que habían comprado 10 hidrolavadoras, le hacían una pasada de 30 segundos a los contenedores y cobraban US$88 por contenedor. Nuevamente, si se multiplica por 1,5 millones de contenedores por año, el negocio es multimillonario.

¿Cómo impactaba esto en los ciudadanos? Es común que en un asado, una reunión o en el trabajo surja el comentario acerca de lo caros que están la ropa, los zapatos, la bicicleta, la comida o algún producto de uso cotidiano, comparado con su precio en otros países. Pues bien, así es cómo impactan todos estos sobrecostos en la sociedad, en las góndolas de supermercado, en todos los habitantes de la Nación. Por eso es importantísimo que los costos portuarios y logísticos bajen. Algo en lo que venimos trabajando incansablemente, día a día desenquistando mafias, bajando costos, capacitando y generando un cambio cultural que trascienda generaciones y construya políticas públicas, políticas de Estado que no dependan de una bandera política, pero sí de nuestra bandera, esa que es celeste y blanca, y es de todos.

Se trata de entender y transmitir a las futuras generaciones que la función pública es sinónimo de vocación de servicio, y que el mejor legado que los funcionarios podemos dejarle a nuestro país es haber sido útiles, no importantes.

Presidente de la Comisión Interamericana de Puertos, Organización Estados Americanos. Interventor Puerto Buenos Aires.Vicepresidente Consejo Portuario Argentino

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FUENTE: Por: Gonzalo Mórtola. LA NACION

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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